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Yo me llamo Alberto José

“No me han gustado nunca los títulos, sospecho que son muletas que buscan sostener una enclenque autoestima”.

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BLU Radio, Alberto Linero / Foto: BLU Radio

Me llamo Alberto José desde septiembre del año 68, es decir, un mes antes de nacer. Mi nombre lo escogió mi madrina Olga Mier Linero, ella en ese momento era una figura influyente en la vida de mis padres, Rosina y Carlos. No tengo claro qué la inspiró a ponerme ese nombre, pero así me llamó. Me acostumbré, con el paso del tiempo a que en mi círculo más íntimo me llamaran Beto.
 
 
Al ser primer hijo, primer nieto y primer sobrino, mi familia me llamó Beto –y todavía hoy me llaman así- como simple expresión de ternura y como un honor a esa manía del Caribe de acortar los nombres como si todos, en verdad, fueran muy largos. También en el barrio, que en esa época era como una extensión de mi familia, me llamaron así. Sólo mi bisabuela, Orfelina Melo, me llamaba con su acento cienaguero -en el que las palabras vienen envueltas en salitre- “Alberto José”, así, usando los dos nombres. No hace falta quien me diga Albert, Abbe o Berto, como una manifestación de afecto, o tratando de diferenciarse de los demás. No podría nunca negar que estoy orgulloso de mi nombre. Me siento feliz de ser Alberto José. Y disfruto que me llamen así.

 
Después del 25 de marzo de 1993 comenzaron a llamarme Padre Linero. No sé por qué no Padre Alberto. No me molestó nunca que lo hicieran, entendía que era una de las rutinas de la comunidad eclesial con la que se buscaba expresar el rol que en ella cumplimos de guías, de propiciadores del encuentro con la fe; pero, sobre todo, de ser mediación para el nacimiento, en la pila bautismal, a la nueva vida. No me han gustado nunca los títulos, sospecho que son muletas que buscan sostener una enclenque autoestima, es decir: sospecho que todo el que exige que lo llamen por un título, que adquirió o se ganó en la lotería de la vida, es porque no está del todo satisfecho con su nombre y siente que hay que completarlo con algo que lo haga más valioso. Pero me acostumbré a que me dijeran “Padre Linero”. Eso sí, que quede claro que esa manera de nombrarme no me agregaba mucho. No creo en personas sagradas, creo que todos somos iguales. Agradezco sí, el don del ministerio presbiteral que me supera y que no merezco, pero entiendo que no soy mejor que ninguno de los otros bautizados; y creo que algunos por pensar en que los ministros ordenados ostentan una dignidad superior, han constituido una élite que es la fuente, ya lo dijo el Papa Francisco, de las peores desgracias de la iglesia: el clericalismo.
 
 
No me importa cómo me nombren las personas: Alberto José, Beto, Albert, Abbe, Berto, Padre Linero o Padre Alberto. Lo que me importa es que nos relacionemos con respeto, con amor, con solidaridad y nos reconozcamos siempre como hermanos. Hoy, después del 5 de septiembre del 2018, fecha en la que anuncié mi decisión de no ejercer más el presbiterado, muchos no saben cómo llamarme, otros siguen diciéndome Padre, otros me insultan porque no protesto cuando me dicen así y otros dicen Alberto con picardía y hasta con temor. Y yo, a esta altura, solo puedo seguir disfrutando que soy el hijo de Rosina y Carlos, el que mal canta vallenato, el que grita goles del Unión y sufre por sus derrotas, el que ama en libertad, el que quiere que el horizonte de su mente sea tan infinito como el horizonte que aprendió a ver frente a la bahía de Santa Marta, el que un día se arrodilló para recibir el presbiterado y lo vivió como un don inmenso e inmerecido, el que disfruta contar historias y vivir feliz sabiendo sonreír. No voy a entrar en una discusión de cómo me deben llamar ¡que cada uno lo haga como quiera! Yo seguiré siendo feliz imaginando a mi madrina, Olguita, diciéndole a mis papás: “Se llamará Alberto José” y sonreiré dando gracias por ser quien hasta hoy he sido: Alberto, sin más.
 

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