que merecen ser contados una y otra vez, porque nunca estamos solos.
El bramido del potente motor del tractocamión al aumentar las revoluciones, sacó a Jorge, su conductor, de los pensamientos que lo ocupaban y reaccionó ante la visión en perspectiva de la carretera. Acababa de entrar en una recta prolongada. Vio cómo, poco a poco la cinta de asfalto se estrechaba en la distancia hasta terminar convertida en un hilo oscuro que desaparecía en el horizonte. Su destino estaba cerca. Entregaría la carga a tiempo y después descansaría un día completo. Se sentía agotado. Había conducido más de doce horas y la fatiga se había apoderado de su cuerpo.
Para llegar solo le faltaba subir la última pendiente de la vía y tomar la curva del diablo. Pocos kilómetros después encontraría las bodegas donde debía entregar la carga. Pensó, entonces, en el nombre llamativo que la gente le había puesto a ese recodo: la curva del diablo. Aunque era un paso peligroso porque se trataba de bordear un abismo en un tramo con una vuelta muy cerrada, parecida a la letra ‘U’, el riesgo era mínimo si se disminuía la velocidad y se conducía con mucho cuidado. No obstante, las estadísticas revelaban la ocurrencia de un número elevado de accidentes mortales.
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El recuerdo de esos hechos lamentables encendió al máximo sus alertas y concentró toda su atención en la carretera. Aunque era un hombre precavido, sabía que el más leve descuido podría ser letal. Era de noche. La luna estaba oculta y el cielo cubierto de nubarrones. Las primeras gotas de un fuerte aguacero empezaron a caer sobre el vidrio panorámico de su vehículo. Encendió el limpiaparabrisas y las plumillas, con su movimiento oscilatorio, comenzaron a remover el obstáculo visual.
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Cuando faltaban trescientos metros para llegar a la temida curva del diablo, Jorge disminuyó poco a poco la velocidad. La lluvia caía más espesa y era necesario extremar las precauciones. Ahora marchaba a veinte kilómetros por hora. Al entrar en el principio del recodo, creyó ver, iluminadas por los faros delanteros, las figuras de dos personas en medio de la carretera. Detuvo inmediatamente el camión. Se puso encima un impermeable y descendió para prestar ayuda a los dos desconocidos.
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Al bajar la lluvia azotó su rostro. El viento soplaba con fuerza. Entrecerró los ojos para observar con menos dificultad lo que ocurría en la vía frente a él. Estaba consciente de que debía actuar rápidamente; había aparcado su camión en una zona peligrosa. Apuró sus pasos para alcanzar cuanto antes a los ocupantes de la calzada. Al principio calculó que estaban a una distancia de diez metros aproximadamente. Cuando recorrió ese trayecto notó que seguían alejados de él por un espacio de igual longitud. Jorge creyó que la lluvia y el viento le estaban jugando una mala pasada a sus sentidos. Las luces del camión le permitían divisar con relativa claridad el tramo iluminado. Siguió andando y el efecto visual se mantuvo. Las dos personas seguían de pie frente a él separados por un trecho de unos diez metros. Decidió mirar hacia atrás y se dio cuenta de que estaba distante unos veinte metros del tractocamión. Es decir, las dos personas, sin moverse, se alejaban. A pesar de la aprehensión que se apoderó de él, Jorge insistió en avanzar. La situación no cambió. Sus esfuerzos por llegar donde estaban eran vanos.
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Finalmente, después de dar muchos pasos, se detuvo. Había llegado al punto donde la carretera daba la vuelta. Las dos figuras, aparentemente, seguían quietas, fijas en el mismo sitio. Sin embargo, la realidad le estaba demostrando que en ese momento no pisaban la tierra. Estaban suspendidas en el aire en el punto exacto donde los vehículos accidentados habían caído al vacío.
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Jorge se sobrecogió. Entendió que estaba viviendo un acontecimiento extraordinario y maléfico. Los accidentes que habían ocurrido en ese lugar no eran producto del azar o del descuido de los conductores. Eran el resultado de la influencia de fuerzas malignas que los confundían en medio de la noche. Entonces, en una reacción instintiva, sacó del interior de su camisa el crucifijo que llevaba colgado en el pecho. Lo besó con devoción y le pidió al Dios de los cielos que lo protegiera y alejara a los espectros que querían llevar su alma al infierno. En ese momento una llamarada iluminó el sitio en el que se veían las figuras y éstas desaparecieron inmediatamente.
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Jorge regresó tembloroso al tractocamión. Se refugió en la cabina y después de varios minutos en los que estuvo muy pensativo mirando caer las gotas de lluvia en el vidrio delantero, tomó en sus manos el radioteléfono, reportó su próxima llegada a la bodega y reanudó la marcha.