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Cuidemos la Ciénaga Grande de Santa Marta, depredarla es condenarnos al hambre y a la penuria

Pescadores en las Trojas de Cataca cuentan que en las madrugadas se escuchan gritos de dolor, les hiela la sangre al recordar el terror vivido.

Alberto Linero
Alberto Linero
Foto: cortesía

Les pregunto a los pescadores por las Trojas de Cataca, uno de los pueblos palafitos de la ciénaga Grande de Santa Marta. Ellos se miran con un brillo extraño en sus ojos. Me dicen que ese pueblo desapareció, que después de la intervención violenta que sufrieron, casi nadie volvió.

Es más, cuentan que dejaron de ir a pescar frente a él, porque en las madrugadas se escuchan gritos de dolor; les hiela la sangre al recordar el terror vivido. Es la manera como relatan las huellas de un pasado reciente que esperamos nunca más vuelva a repetirse.

Con Alcy y Juan Carlos Sanabria, mis compañeros, subimos a la lancha que desde Pueblo Viejo, por un caño, nos llevaría a recorrer parte de los 730 kilómetros cuadrados de esta masa de agua alimentada por los ríos Fundación, Aracataca y Rio Frio.

El recorrido lo acompañan las garzas, el Martín pescador, los alcatraces, el sonido de los monos aulladores, algunos caimanes agujas y la multitudinaria banda de los patos Cormorán. La experiencia es de total conexión con un ecosistema que, con sus sonidos y silencios, nos recuerda que tenemos que cuidar la casa común, generando dinámicas para entender que depredarla es condenarnos al hambre y a la penuria.

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Llegamos a Buena Vista, el primero de los pueblos Palafitos. En las calles está presente la resaca de la fiesta de la Virgen del Carmen. Los “picós” suenan a todo timbal, impidiendo escuchar una melodía concreta. Llego a la escuela, donde van los 365 niños de ese pueblo a prepararse para el futuro, y constato las limitaciones en las que realizan sus faenas educativas.

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Luego llego a la iglesia, donde converso con Leonel, uno de los líderes comunitarios, quién además de manifestarme afecto, me cuenta las necesidades y el abandono que sienten del resto de la sociedad. Sin embargo, en sus palabras se escurren manifestaciones de esperanza por un futuro mejor. Como siempre no me piden nada, sólo me cuentan sus vidas y se sienten agradecidos por la visita, que para ellos significa mucho.

Recorro esas calles hídricas, y en los rostros de los niños y los adolescentes montados en sus chalupas o sentados en sus vetustos muebles, veo la necesidad de proyectos, que sin robar su identidad, les ayuden a crecer humana y socialmente.

Regresando, encuentro un pescador de ostras que me invita de su producido y uno de esos pescadores que duran en la Ciénaga tres y cuatro días, hasta volver con algo que asegure recursos para el futuro. Es la cotidianidad que exige mejores tiempos.

Escuche la reflexión de Alberto Linero en Mañanas BLU:

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