He ejercido la docencia durante gran parte de mi vida. Primero, acompañando a jóvenes de bachillerato en la adquisición de conocimientos y el desarrollo de habilidades esenciales para construir su proyecto de vida. Luego, en la universidad, tanto en pregrado como en posgrado, ayudándolos a prepararse para materializar su propósito desde la opción vocacional que eligieron.
En cada una de estas experiencias, la evaluación ha sido siempre un desafío, especialmente cuando algunos estudiantes no alcanzan los objetivos del curso y deben repetir materias o incluso el año escolar. No es fácil asumir que todo el esfuerzo de un año o de un semestre académico se desvanece por no alcanzar los logros esperados.
A todos los que hacemos parte del sistema educativo nos deben interpelar las cifras de deserción y repitencia. Más aún cuando en Colombia, desde la pandemia, el número de estudiantes que pierden el año ha aumentado. Según el Ministerio de Educación, en 2023 aproximadamente 725.563 niños perdieron el año, de un total de 10 millones de estudiantes. Estas cifras nos exigen un cuestionamiento profundo sobre cómo estamos enseñando y acompañando a los estudiantes. No podemos reducir esta problemática a la simple falta de esfuerzo individual. Para mí las causas pueden ser:
1. Falta de acompañamiento emocional y motivacional El rendimiento académico no depende solo del intelecto, sino también del bienestar emocional. Muchos estudiantes enfrentan dificultades familiares, estrés y ansiedad, lo que afecta su concentración y compromiso con el estudio.
2. Desconexión entre la educación y la vida real. Si los estudiantes no encuentran sentido en lo que aprenden, su compromiso con el estudio se desvanece. La educación tradicional a menudo no logra conectar los contenidos con la realidad y las necesidades del mundo actual. Cuando los jóvenes no ven cómo las matemáticas, la historia o la literatura impactan su futuro, pierden el enfoque y la motivación.
3. Dificultades económicas y falta de recursos Muchas familias enfrentan barreras económicas que limitan el acceso a materiales educativos, conectividad a internet o incluso a una alimentación adecuada. Esta precariedad genera ausentismo, dificultades de aprendizaje y, en muchos casos, la pérdida del año escolar.
Las cifras son un llamado de atención. No podemos seguir culpando solo a los estudiantes por un sistema que no siempre los acompaña de manera efectiva. Es hora de repensar la educación, humanizarla y hacerla más relevante para la vida de quienes aprenden.