Sin la duda, no hay fe: Alberto Linero
La fe supone la duda, la posibilidad de la desconfianza, de no creerle, de no aceptar sus propuestas.
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La fe es una experiencia existencial. No es un dato ocasionado por el ejercicio racional. Aunque la inteligencia y la razón humana puedan rastrear el infinito, nadie tiene fe porque le expongan unos argumentos coherentemente lógicos o evidencias que puedan ser demostradas en los laboratorios científicos. Eso sería conocimiento pero no fe. La fe no es un auto-convencimiento, ni una afirmación incuestionable, sino la respuesta a la experiencia de la acción amorosa de Dios en la vida de los hombres. En este sentido la fe es fruto de un encuentro. Así nos lo muestra el evangelista Juan. En el relato del encuentro de los primeros discípulos con Jesús ellos le preguntan: ¿dónde vives? y Él no les da un discurso sino que los invita a ir con Él. Ellos fueron y decidieron permanecer (verbo típico del discipulado en la teología joánea) a su lado (Juan 1,35-42).
En ese contexto, se entiende que no se tiene fe en algo sino en alguien. El cristianismo no es saberse una gran cantidad de conceptos y verdades – por lindos, coherentes, lógicos y hasta sacados de la Biblia que sean – sino que es tener una relación personal con Jesús de Nazaret. Y lo que está determinado por la relación interpersonal no cabe en ningún concepto, no está esclavizado a los argumentos, sino que exige experiencia y siempre está expuesto a la duda, a la interpretación.
De ahí que el cristianismo no sea una religión de libro, sino que es la experiencia de encuentro con Él. En palabras de Benedicto XVI: “No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva” (Deus Caritas Est 1). Creer es una decisión, basada en la experiencia. Lo que experimento me hace confiar, me hace creer en esa persona. Por eso es una respuesta a unas manifestaciones que me interpelan y me hacen cuestionar el sentido de mi vida. La fe es la perspectiva desde la que vemos en nuestra existencia unas acciones de Dios en la propia vida, pero también la forma como contestamos a esas acciones, tejiendo con Él una relación de amistad.
Por eso la fe supone la duda, la posibilidad de la desconfianza, de no creerle, de no aceptar sus propuestas (por ejemplo, Jonás). Si fuera fruto del conocimiento no habría ninguna duda, sería idéntica para todos, no habría necesidad de evangelizar, sino que bastaría con exponer en un salón de clase los argumentos y todos creerían inmediatamente. La inteligencia humana mostraría lo innecesario de la acción del Espíritu Santo. Si fuera así la fe sería el resultado del esfuerzo humano, la imposición de la verdad científica o argumentativa y no propiamente un don de Dios (Efesios 2,8).
Lo afirmo categóricamente: sin dudas no hay fe. La fe se da desde la condición humana que siempre se expresa en lucha con la ambigüedad, con la indefinición. El auto-convencido parece más un fanático que ha abdicado de su capacidad racional que un creyente. Uno que no ha entendido qué es creer, sino que confunde con verdad científica todos los postulados bíblicos o teológicos que le han enseñado o ha leído. Aún más, no sólo no ha comprendido la dimensión de la fe sino que repite unos constructos mentales, unos dogmas conceptuales o recita relatos bíblicos creados para ser interpretados y usados como claves de comprensión de la vida cotidiana de todos los tiempos, como si fueran fórmulas estandarizadas irrefutables. Normalmente los que no han entendido que es creer, responden con violencia contra cualquier afirmación que ponga en duda lo que ellos han repetido desde siempre y creen que no se puede cuestionar. Como si la fe funcionara como un ancla que no deja avanzar a nadie en una dinámica relación con Jesús.
Fanáticos de una pretendida verdad que nunca han procesado, así sepan de memoria todos los argumentos para defenderla – Entender y escudar nunca serán lo mismo – incapaces de hacerse cargo de sus vacíos, de sus dificultades emocionales o sus trabas mentales, normalmente presos de una exagerada sensación de culpa que nos los deja vivir en paz. Realmente no tienen fe, sino que encuentran un “burladero” en el cual esconderse del toro de su propia conciencia. Tienen unas afirmaciones (por lo general convertidas en eslogan) que les sirven para todo momento, en cualquier lugar y no les permite ninguna inquietud.
Quién se encuentra con Jesús se siente interpelado por Él y por su propuesta de vida. Quien le halla responde asumiendo esa propuesta como suya, apropiándose de lo que vibra en el corazón de Jesús. Esa es la fe, vivir a la manera de Jesús. No se trata de saberse todos los textos bíblicos de memoria y matar, con golpes o los peores insultos, a todo aquel que no pueda o quiera repetirlos irracionalmente en su vida, sino que se trata de tener una ética existencial marcada por las opciones fundamentales que se perciben a lo largo y ancho de la vida del Nazareno, y que lo llevaron a colgar de un madero (Hechos 3,11-26). Es mucho más que repetir textos, levantar brazos y creerse mejor que los demás. Es servir, perdonar, ser justos, amar y luchar por los vulnerables.
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Tener fe es vivir a la manera de Jesús. Es optar por Él, asumiendo como nuestras sus opciones fundamentales de vida. Opciones que lo llevaron a ser perseguido como un delincuente y ser sentenciado como un criminal. Opciones que el Padre Dios respaldó resucitándolo. Pero, insisto, ese un dato de fe, no una evidencia demostrada científicamente. Quien haya leído un ratito de teología seria, sabe que no podría ser así. Un dato que creemos y determina nuestra vida pero que no forma parte del contexto de las ciencias exactas. Por eso vivir a la manera de Jesús es hacer una apuesta existencial. Es un vivir “cómo sí”. Es hacer de ese dato el fundamento de la existencia, de las decisiones, es vivir con esa convicción como columna vertebral de la propia cotidianidad, con la plena consciencia de que nunca se tendrá una certeza matemática (no al menos en ésta existencia) de su exactitud. En este sentido la fe es una apuesta. Es un vivir como si Jesús tuviera razón. Con la convicción de que su causa es la mejor causa posible.
Los hombres de su época dijeron que estaba equivocado y le quitaron la vida en la cruz. El Padre Dios lo resucitó para que supiéramos que tenía razón. Apostamos a que eso es absolutamente cierto y lo vivimos a diario. Quien vive su fe como una apuesta no es un mal creyente sino al contrario uno que ha entendido la dinámica de la fe. Quien no lo entiende como una apuesta puede correr el riesgo de estar usando la fe como opio que lo tranquiliza y lo hace vivir sin preocupaciones, una vida anestesiada, y por ende, inhumana. Quien no se cuestiona sobre las verdades en las que dice creer seguro tiene miedo de crecer en la compresión de su propio ser, único espacio para conocer a Dios.
Ahora, creer no es un ejercicio espiritual separado de las dimensiones prácticas de la vida. No es un asunto que resuelve exclusivamente lo metafísico. La fe tiene implicaciones en el aquí y el ahora. Y la principal implicación tiene que ver con la felicidad de los seres humanos y su realización en ESTA existencia. Si la fe no nos hace felices acá no tiene sentido. Hacer de la fe una experiencia que nos “empuja” a padecer acá en la tierra para ser felices en el “cielo” no sólo nos hace daño sino que nos quita el sentido de la vida. Quien crea en la vida eterna debe ser feliz acá, en la vida finita. Algunos que han hecho una vida disoluta de la cual se avergüenzan, ahora se esconden en las promesas de eternidad para sufrir y padecer en la cotidianidad, como si creyeran que viviendo así pagaran todo el daño que les han causado a los demás.
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Ser feliz es una realización de lo más sublime de lo humano. Algo que nunca está desconectado del destino de los demás, algo que no puede cultivarse desde la insensibilidad, la antipatía, o peor aún, desde el daño y el descarte de los otros. Cuando los seres humanos construimos códigos morales, modelos éticos y estructuras legales, lo hacemos para que podamos convivir y ser felices. La invitación a la felicidad no es una invitación a ningún tipo de exceso en el que nosotros mismos o los demás seamos convertidos en un simple objeto de satisfacción. Sea promiscuidad, alcoholismo, corrupción, egoísmos de cualquier tipo, por mucha ilusión de placer circunstancial que ofrezcan, no son un camino hacia la felicidad. No es posible mi plenitud de espaldas a la del otro.
Ser felices, y serlo juntos, es la única razón por la que nos ha creado Dios. Por eso los creyentes creemos en esa realidad más allá de la vida, a la que hemos llamado alegóricamente “cielo”, que concebimos como la plenitud de esa felicidad que experimentamos acá. Ésta vida no es un simulacro, ni un ensayo menor, sino que es el punto de partida de la eternidad, y si queremos realmente vivir y gozar de la vida en abundancia por la que Jesús vivió y luchó, debemos hacer que abunde en nuestra cotidianidad la dicha, la alegría, la fiesta de sabernos vivos, capaces de amar y de transformar la realidad en algo mejor para todos. Por eso vuelvo a decirte, ahora con más fuerza, Por si las moscas sé feliz acá.