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El ritual
El silencio se tomó el carril vehicular entre Ecuador y Colombia en el puente de Rumichaca. Jesús, de unos 65 años, se puso al frente de un grupo de cerca de 40 hombres con la bandera de Venezuela a su lado. Como si integraran un batallón, todos se formaron en filas. Entonces, Jesús les pidió arrodillarse y obedecieron. Primero levantaron las manos, para después, obedeciendo otra orden, inclinarse y poner la frente en el suelo.
Habían pasado casi 20 horas desde el inicio de la restricción para cruzar al Ecuador sin visa.
A cinco metros de ellos, una veintena de policías ecuatorianos con escudos: el escuadrón antidisturbios de ese país. Detrás, una fila de carros, tractomulas, motos y camiones que se formó luego de seis horas de bloqueos.
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Luego de un silencio de varios segundos, Jesús, ese hombre delgado, con barba blanca y poco cabello en su cabeza, alzó la voz recordando a Moisés, elevando un llamado de esperanza y pidiendo al cielo misericordia; no a la guardia ecuatoriana, a los cielos.
Cuando se tomó la fotografía, esta se multiplicó en cuestión de segundos por los caminos de las redes sociales. Los hombres arrodillados frente a uniformados que estaban listos para desbloquear el paso.
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Algunos decían que era un gesto de fortaleza y gallardía, otros, que era resultado de debilidad. Lo cierto es que minutos antes, esos hombres ahí replegados, corearon frente a la guardia aquellos cantos por la libertad de Venezuela.
Los policías solo seguían la orden de no dejarlos cruzar, los migrantes comprendían eso, pero querían que los uniformados le enviaran un mensaje al presidente del Ecuador para que rompiera aquel decreto que les exigía la visa para ingresar el vecino país desde las cero horas del pasado lunes 26 de agosto.
Buscando visa para un sueño
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Al menos 11.000 ciudadanos venezolanos ingresaron a Ecuador de forma regular sin el requisito de la visa durante los últimos dos días antes de que entrara en vigor el decreto, según los datos registrados por Migración Colombia, pero el límite de tiempo estaba a la medianoche. Antes de esa hora, fueron grupos de a 50 personas los que ingresaban paulatinamente por aquel puente de cien pasos buscando no solo llegar a las principales ciudades ecuatorianas, sino seguir su recorrido hacia Perú o Chile. El reloj hizo su trabajo y llegó la hora.
Al ver a un joven corriendo con una pequeña maleta y rostro de angustia, supe que no habría opción. Ese muchacho no lloró “acojonado”, pero sí descargó la frustración lanzando ese morral al suelo con fuerza porque el tiempo le jugó una mala pasada. Su gesto mostraba la fuerza salvaje. Era Luís César Rojas, y se convertía en el primer migrante a quien le exigieron la visa. No la tenía. Le “cerraron la frontera en la cara”.
“No sé qué voy a hacer, yo a Venezuela no regreso, ni siquiera pretendo quedarme en Ecuador, voy más allá. Será vender arepas o empanadas, pero no vuelvo a Venezuela mientras las cosas no cambien”, dijo aguantando las lágrimas frente a un micrófono.
Minutos después, fueron llegando más compatriotas de Luís César. Con sus maletas rodando se les veía bajar a los varones por la carretera que sale de Ipiales, mientras las mujeres, muchas de ellas jóvenes, atareadas, trataban de hacer de dos brazos el mejor resguardo para los pequeños bebés. El frío tomaba fuerza, la brisa helada no permitía sacar las manos de los bolsillos o usar el celular para escribir un mensaje.
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Ellos, acostumbrados a andar por las calles con temperaturas altas, llegando en un bus tras horas eternas desde la otra frontera, entre Norte de Santander y Venezuela, encontraron que las piernas no se prestaban para soportar el inclemente frío. Las chanclas roídas no arropaban los dedos de los pies morenos, tratando de correr para alcanzar un cupo de ingreso. Ya era trabajo perdido.
La única trinchera eran las carpas habilitadas por el Gobierno junto a la oficina de Migración. Su alimentación: la que entregaba la Cruz Roja; el abrigo: el de las organizaciones internacionales como el Consejo Noruego para los Refugiados o ACNUR; La oración: la que cerrando los ojos alzaban a su dios con lágrimas de frustración.
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Amaneció el lunes y ya no eran unas cuantas familias contadas con los dedos de las manos, ya eran decenas, luego centenares de migrantes a quienes “les cogió la noche para llegar”. Estaban ansiosos, cansados, sedientos, hambrientos, expectantes de que la decisión fuera abrir la frontera para que pudieran cruzar como estampida. Retomaron fuerzas, se tomaron un par de cafés y alguien llegó con una ‘Fake News’, voz a voz: van a abrir la frontera, van todos a hacer la fila.
“Por favor, salgan de la fila y no obstruyan el paso, no los van a dejar cruzar, si no tienen visa, por favor retírense. Solo se pueden quedar los que tengan visa”, dijo a través de un megáfono, un policía colombiano. No atendieron el llamado y empezaron a corear “déjenos cruzar, déjenos cruzar”. Sin embargo, fue en vano.
Junto a la fila, un hombre de baja estatura, moreno, con una gorra negra y camiseta azul, caminaba de arriba abajo por la fila, les decía que salieran de ahí, pero no a las carpas del resguardo colombiano, sino a bloquear la vía, a taparla. “Salgan, muévanse de ahí, vamos a bloquearles, si no nos quieren ayudar, tampoco les ayudamos. ¡Vamos!”, les decía.
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Fue en cuestión de segundos que la turba cruzó la barrera y bloqueó el carril vehicular.
Lista la Policía para controlar la situación, en ese momento, una mujer con gafas y pelo cano, que fácilmente puede rondar los 70 años, con su nieto en el pecho agarrado con un brazo, mientras levantaba el otro y gritaba “no tenemos marcha atrás, lo perdimos todo, no tenemos nada qué hacer en Venezuela. Todos mis hijos están en Perú, consiguieron trabajo, yo voy es para el Perú, no para Ecuador. No nos dejan pasar, déjennos pasar. Aquí tengo a mi nietecito que es autista, con el pecho apretado porque el cambio de clima de Maracaibo a acá le está produciendo un resfriado. Déjenos pasar”.
La mujer gritaba con todas sus fuerzas, mientras los demás decían que no había palabra que pudiera ser mejor utilizada.
Y continuó con una frase que en ese instante conmovió a uno de los policías y él, quizás frustrado de no poder ayudar, solo agachó la cabeza y luego prefirió mirar a otro lado.
“Aunque no se vean las casas caerse, hay una guerra real. Estamos huyendo como cualquier humano que huye de una guerra. Somos gente de paz, pero allá no hay luz, no hay agua, no hay medios de comunicación”, dijo.
Quería preguntarle su nombre, al menos ofrecerle la posibilidad de llamar a sus familiares. Tras buscarla el resto del día, no la encontré. Quizás tomó una de las otras posibilidades: quedarse en Colombia, regresar a Venezuela o atreverse a arriesgar su vida y la de su nieto cruzando por una de las trochas ilegales. No supe qué paso con ella.
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¡Vamos por la trocha!
“Por ahí nos vamos porque a Venezuela no regresamos y en Colombia no nos quedamos”, fue el mensaje que se compartió entre algunos jóvenes que sintieron que ya el paso fronterizo no iba a ser abierto más sin el requisito de la visa.
Camilo, Leonel, Carlos Antonio, José Vergara, Pedro, Antonio, Jenier (Jermando Seven, el rapero), Alexis, Texibeth la guerrera, Juan Carlos de Maracaibo, Jesús el guía que no sabía la ruta y José Luís el crespo, son los nombres de los jóvenes que se arriesgaron a cruzar sin pensar en lo que venía colina abajo y montaña arriba.
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Al lado de ellos estaba Mario (el periodista nariñense), ‘Edu’ (fotógrafo español) y yo. Ninguno de los tres pensamos en recorrer ese camino, solo nos arriesgamos a acompañar al grupo de migrantes. Una señora salió de su casa y nos pidió precaución, “que por ahí no nos metiéramos, que era peligroso”, nos dijo, aunque omitimos su sugerencia.
Muy abajo se veía un tramo del río Guáitara, estábamos en el borde de un peñasco cuyos relieves de vegetación eran los únicos soportes para poder descender. El primero fue Jesús, el guía. El moreno cargaba un equipaje ligero y en una de sus manos llevaba un gancho de metal, una varilla que le servía para ir demarcando el camino cada vez más pendiente. Algunas ramas se convirtieron en los apoyos para agarrarse y no terminar en el final de esa montaña con alguna herida o incluso, sin poder contar este cuento.
En una zona de vegetación espinosa, la única opción fue usar el tramo como un tobogán de tierra a tientas de luego reposar uno de los pies en cualquier ramo resistente. Por fortuna, tanto a ellos como a nosotros nos sirvió el peso liviano de los cuerpos y la poca fuerza en las piernas. ¿Cómo no tener cuerpos casi escuálidos si estos jóvenes vienen comiendo migajas desde hace semanas que salieron de su país y muchos de ellos cruzaron toda Colombia caminando?
Cuando estábamos a unos 20 metros del borde del río, fui el penúltimo en llegar. Juro que estaba “cagado del susto”, como llamamos los colombianos cuando sentimos que tenemos “un pie al otro lado”, y era un pie el que me faltaba poner al otro lado para alcanzar completamente el descenso y luego pensar en el otro tormento: el río.
Y en esas, el pedazo de tierra en el que los compañeros de viaje se habían apoyado para bajar, se había desmoronado y mi pierna izquierda corta no alcanzaba a sostenerse. Fue ahí, cuando Jesús el guía, me dijo que retomara fuerza que él me ayudaba.
“Confíe en mí, pana, que no lo voy a dejar morir. Ya me devuelvo un poco y se lanza que yo lo recojo, pero usted llega con nosotros al Ecuador”, me dijo. Salté a ese, ya entonces, pequeño pero tenebroso abismo.
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Agua helada
El río no era tan ancho, y a simple vista no era tan complejo, pero la corriente era fuerte, sin describir el frío que se sentía sin tocar el agua. Ahí, ya habíamos recorrido una hora y media por aquel risco. Sabíamos que, al cruzar, todas nuestras ropas y pertenencias estarían mojadas. Uno de los jóvenes fue el primero en introducir sus pies. Sin sujetarse de nada, sus piernas se hundieron tras resbalarse en una gigantesca roca lisa, salió del agua y lo único que dijo fue “Coño, qué agua tan fría”.
Tanteó la profundidad húmeda y con calma logró delinear el recorrido para cruzar apenas unos 30 metros. Los demás, mientras tanto, se fueron preparando con algunas prendas ligeras que tenían en sus morrales. Los colegas reporteros y yo, teníamos la cabeza taladrada del temor de quedarnos allá metidos, y un rastro de cobardía de meternos en las aguas penetrantes. Ya no había opción de retroceder, ¿por dónde y con qué recursos? No había forma.
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Jenier el rapero, dijo que necesitaba al menos calentar la voz, mientras se quitaba la camiseta para poder cruzar. Improvisó algunas frases culpando al régimen de Nicolás Maduro y recordó algunos de los episodios que tuvo que vivir mientras llegaba a esa línea delgada de un mapa que resulta en semejante dolor de cabeza para quienes no cuentan con una visa y un sello, en la que un día fue una sola nación.
“Somos raperos de Venezuela, la vieja escuela, cantando porque nos cerraron la frontera. Vinimos a tratar de pasar, a buscar nuestro camino a tratar de migrar. No me voy a quedar esperando que a mí me dejen cruzar porque si es una semana y eso, se van a tardar. Prefiero arriesgarme, tengo una familia que me está esperando para que le mande plata, tienen ‘full de hambre’, y si no les mando, se me prende enjambre. El frío está fuerte ahorita, pero sé que, si me mando, vamos a terminar cruzando”, entonaba el muchacho con los labios morados por la temperatura.
Los jóvenes se comprometieron a ayudarnos a cruzar de alguna forma. Al ver que teníamos nuestras pertenencias que podían estropearse, uno de ellos las empacó todas en una bolsa improvisada, y se las ingenió para que no les cayera una sola gota de agua. Mientras tanto, los demás decidieron sacar de sus morrales las cobijas y chaquetas que encontraban para armar una especie de lazo y con dos columnas humanas de lado y lado, cruzamos con el agua hasta el cuello, pero con menor riesgo de que la corriente nos arrastrara hasta quién sabe qué punto.
Cruzamos todos. Sanos y salvos. No estábamos aún en tierra ecuatoriana, pero al menos ya habíamos pasado dos de los grandes temores. De ahí en adelante era en palabras de uno de los jóvenes: ´resistencia y piernas´.
Texibeth, la guerrera
Es quizás la más joven del grupo, quien más carga tiene en sus espaldas. Como una mujer de hace 200 años en la campaña libertadora, era quien guardaba los pocos víveres y protegía los elementos más valiosos que portaban los migrantes: unos cuantos celulares de baja gama y un parlante enlazado a una memoria USB con música que estaba encendido durante el recorrido para que no fuera tan aburrido.
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Lo primero que dijo fue que ella no tenía miedo, en comparación con otros que estábamos acompañándola. Abrigada con varias prendas y cubriendo su cuello y melena crespa con una toalla, era la más silenciosa, solo hablaba cuando se le preguntaba por qué salía de su país, por qué cruzaba la frontera a como diera lugar. Respondía que ya no aguantaba más tener que soportar el hambre y las nulas posibilidades de crecer en su país natal.
No quería quedarse en Ecuador, y eso lo repetía constantemente. Su objetivo, según contaba, era el Perú, llegar donde estaba parte de su familia esperándola con un resguardo y posibilidades de estudiar para culminar su bachillerato. En ocasiones nos decía que éramos flojos, y sí, muy flojos en comparación de lo que tuvo que hacer tras cruzar semanas por las carreteras colombianas. Cruzar la trocha ilegal era “pan comido”, pues, aunque sus zapatos ya estaban completamente desgastados, les agradecía por haberle acompañado y les pedía soportar los caminos venideros.
Agarró las maletas y solo apenas minutos después de haber cruzado el río, fue la primera en tomar camino. Les dijo a sus compatriotas que arrancaran, que siguieran, que no quería les cogiera la noche en plena montaña, que eso era muy difícil. Como recordando otras noches en medio de la vegetación.
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Junto a ella, la mascota del grupo, una cachorra negra de orejas negras de propiedad de Camilo, un muchacho sin muchas palabras pero que se refería a Blanca -la perrita-, como su caballo de batalla. De esa batalla que han tenido que enfrentar más de cuatro millones de venezolanos que huyen de la crisis para encontrar salida en naciones que dicen ser hermanas, pero cuyos límites son obstáculo para los que nacieron y crecieron en la natal tierra de Bolívar, Sucre, Miranda y Páez.
Blanca iba adelante, Texibeth la guerrera al lado, los demás, jóvenes varones, atrás, con la lengua afuera desde el momento en que empezamos a ascender la montaña llena de grandes ramas, pero eso sí, menos compleja que el primer peñasco que descendimos y menos tenebrosa que el río. Ahora el propósito era esquivar a la Policía.
Llegamos a un pequeño caserío en una población que seguía siendo de Colombia. Allí, nos recibió la señora Mariela, una morena que no se sintió asustada cuando vio a la gavilla que ascendía por sus terrenos. Simplemente nos permitió tomar agua de su alberca, diez minutos de reposo y nos dijo que no podía hacer más. En medio de su pobreza, lo único que podía era brindar unas gotas para que los migrantes se bañaran las manos y bebieran. Mientras tanto, un hombre que estaba con ella en la pequeña casa de tejas de zinc y ladrillos roídos entró y sacó algunas prendas de vestir que no usa. “Ser pobre no significa no tener corazón”, se escuchó al lado.
Los parroquianos venezolanos, como se hacen llamar los migrantes, se enrutaron en un mapa imaginario que se iba construyendo en la medida que encontraban campesinos. Al llegar a la cima de esa montaña, alcanzamos a ver en la lejanía el municipio de Ipiales, esa ciudad de cumbres de concreto que en los días recientes tenía abundancia de humanos y escasez de agua. ¿Y entonces qué pasa en los corregimientos y veredas de ese pueblo nariñense? -Hay pueblos tan arriba que hasta el agua llega con sed. Dijo uno de los migrantes que veía pequeñas casas a lo lejos y alrededor del casco urbano.
¡Llegamos a Ecuador! ¡Llegamos a Ecuador! Gritó uno de los jóvenes que vio a un poblador con la camiseta de la selección de fútbol de ese país.
Efectivamente estábamos en territorio ecuatoriano, junto a una pequeña carretera, un par de vehículos con placa del vecino país, y dos hombres a quienes se les preguntó por dónde tomar camino evitando los retenes policiales y la aduana, temiendo que los peregrinos fueran devueltos por no tener la documentación requerida.
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Ascendiendo por un nuevo desvío, encontramos a un grupo de tres familias con maletas que parecían más un trasteo. Ellos con sus ´corotos´, y además, mujeres con bebés en brazos. Pero tenían la ropa seca. ¿Por dónde nos metimos nosotros? Fue la pregunta conjunta, ¿por qué ellos sí están limpios y secos? Simple: habían tomado otro camino, corrieron con la suerte de encontrar un tramo ya trazado por otros migrantes y con la bondad de no ser retenidos por la policía al cargar con los niños. Quizás a nosotros nos hubieran devuelto, dijo uno de los muchachos del primer clan con el que arrancamos la travesía.
Unos hombres nos señalaron un camino para llegar a la población de Tulcán sin pasar los controles migratorios. Sin embargo, fue un deterioro mental cuando todos intentaban definir una ruta, pues por donde quiera que se mirara, se veía una camioneta de policía o un grupo de uniformados en la distancia merodeando para controlar el flujo de migrantes.
Ya iba despuntando la noche y cruzamos por un establo cuyo suelo estaba hecho a punta de boñiga. Al último de la fila se le olvidó cerrar una cerca y una vaca salió detrás de nosotros a un pastizal vecino, no hubo de otra que arriar la bestia y devolverla a su hogar. Ya nuestros tenis y las chanclas de los migrantes no estaban solo mojadas ni llenas de tierra, sino ahora estaban mezcladas con mierda. Pero quién iba a pensar a qué olíamos si seguramente el aroma de todos era el mismo.
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No quedaba tanto tiempo para llegar a la carretera principal del lado ecuatoriano, un nuevo peñasco: esta vez con menos agarraderas, pero más liso para bajar sentados. Las maletas rodaron hasta el borde, los niños por fin sintieron que era un juego, un rodadero. Al verlos, me hicieron recordar el comentario de una mamá en el albergue de Ipiales, que al preguntarle cómo hacía para que sus hijos no sintieran que vivían una crisis, me respondiera que la única forma de hacerles sentir calma, era diciéndole que cada paso era un juego, una carrera donde el premio mayor iba a ser una gran hamburguesa como las que comían en el estado Táchira hace algunos años y que hoy ya es difícil de adquirir.
Como ver de nuevo La vida es bella de Roberto Benigni cuando Guido le hace creer a su hijo Giorgio que la guerra era un simple juego donde triunfaba el que más puntos hiciera. ¡Qué salvaje, absurdo y cruel dolor el de los niños aguantando hambre, sueño y frío!
Seis horas cruzando un viaje enmarañado, cuando la lógica y los avances en infraestructura darían cuenta de apenas veinte minutos caminando por el asfalto.
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La patria en un límite de hombres y mujeres que cruzaron durante seis horas exponiendo su vida por una libertad que 200 años después, aún tiene deudas con sus herederos. La patria boba que hace que centenares de migrantes con cédula venezolana recorran sendas desconocidas, en nombre de un bravo pueblo, cuando solo cien pasos de un puente separan a Colombia de la esperanza en el Ecuador.
Peregrinos sin retorno: por una trocha de la otra frontera → https://t.co/e4skizYZB8 #Video pic.twitter.com/Z9pnktshSo
— BluRadio Colombia (@BluRadioCo) September 8, 2019
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