Ayer leí una nota periodística sobre una “librería de libros leídos” llamada Palinuro, ubicada en
Me emocioné porque esa actividad cultural en este tiempo de pantallas y de aparatos que buscan sustituir el encuentro y el contacto físico, quizá no es tan común. Recordé las tertulias de teología que teníamos en el Seminario de la Costa, o las de los jueves de dominó en Barranquilla con amigos como Álvaro Dada, Richard Castell, Juan Pablo Piedrahita, el desaparecido maestro Andrés Salcedo y Hollman Varela.
La tertulia es definida como una “Reunión de personas que se juntan habitualmente para conversar o discutir sobre una determinada materia o sobre temas de actualidad, normalmente en un café”. Es juntarse para compartir, para hablar e informarse, pero, sobre todo, para gozarse el encuentro con los otros. Me gustan las tertulias porque no son espacios para imponer verdades, ni para someter a los otros a insultos, ni para exponer cómo el sentimiento de inferioridad en algunos se compensa con prepotencia y sobradez. Allí se escucha, se debate con argumentos y se aprende.
Se requiere ir preparados sobre el tema que se propone, o para poderle preguntar al invitado especial que se tenga. Es la combinación de la humildad de quien siempre está dispuesto a aprender, con la seguridad del que, en medio del mar de incertidumbres, va encontrando puertos de certezas y las quiere compartir con los demás.
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Necesitamos tertuliar más y pelear menos; compartir el saber en vez de querer mostrar que somos los mejores. El humor y la ironía como manifestaciones de enfrentar las duras realidades están siempre presentes en las tertulias, -por lo menos en las del Caribe que son las que conozco-. No tienen la formalidad de los seminarios o congresos, ni la rigidez de los cursos, son simplemente el arte de sentarse a conversar en serio.