Antes de desarmar los fusiles hay que desarmar el lenguaje. Y eso es lo que –paradójicamente- no está sucediendo en Colombia. El lenguaje que empleamos a diario, desde las altas esferas del poder hasta las actividades más cotidianas, es agresivo y está cargado muchas veces de odios y resentimientos.
El debate se acabó para dar paso a los agravios. Los argumentos sucumbieron ante los epítetos a los contradictores. De hecho, ya no hay argumentos: hay dogmas que imponer. Hoy en Colombia quien discrepa es enemigo y quien asiente sin chistar es amigo. Los matices desaparecieron para dar paso a la monocromía ideológica: o piensas en blanco o piensas en negro. No hay otra opción.
Un país multiétnico y pluricultural, como lo define nuestra Constitución Política, terminó convertido en una especie de “republiqueta” en la que quienes gozan de privilegios son los que imponen sus argumentos de fuerza y desconocen las ideas de aquellos que piensan diferente. La tolerancia política es un valor democrático en vía de extinción. Pedimos para nosotros la indulgencia que les negamos a los demás.
Algo tan simple como discrepar es hoy un pecado en Colombia. El disenso –valor supremo de toda democracia- quedó sepultado ante el comportamiento avasallante de quienes se han autoproclamado dueños de la verdad.
La democracia se construye desde la diferencia y se destruye desde el unanimismo. Pensar distinto no es un pecado. Un poco de responsabilidad, cordura y sensatez por parte de quienes lideran la Nación -o influyen en la opinión pública- caería muy bien en esta Colombia que nos tocó vivir. Una dosis mínima de tolerancia nos haría muy bien a todos.