Así se vive un amanecer sobre el pueblo del Magdalena que flota en el agua
En medio de la Ciénaga Grande de Santa Marta, flota una comunidad sobre pilotes donde el tiempo se detiene y el cielo se refleja en el agua.
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El alba llega como un suspiro sobre la Ciénaga Grande de Santa Marta. En ese momento exacto, cuando el cielo se despierta en tonos de coral y dorado, sus aguas tranquilas se transforman en un espejo que refleja la vida palpitante de los pueblos anfibios, entre ellos, la emblemática Nueva Venecia. Este rincón flotante, encerrado entre manglares y barcas lentas, brinda una experiencia que trasciende el turismo: es un reencuentro con la sencillez y el latido ancestral del Magdalena.
La travesía comienza antes del alba: los viajeros parten en lancha desde el Parador Turístico de Pueblo Viejo, cruzando pasajes pintados por el viento y el canto de los pájaros. Como si se atravesara un sueño líquido, el horizonte se abre y los pueblos anfibios se asoman, casas hechas de madera que flotan sobre pilotes, conectadas por madera, verde y costumbre. Durante el trayecto hacia Nueva Venecia y Buenavista, el guía local relata historias de pesca, de resiliencia y de identidad, al tiempo que el sol, tímido, empieza a rapar el agua con su luz.
Navegar hacia Nueva Venecia al amanecer es adentrarse en un paisaje de realismo mágico. Las casas de colores vivos parecen flotar en un cuadro impresionista, y cada canal es una calle navegada por barcas en lugar de ruedas. Hay una armonía entre lo cotidiano y lo extraordinario: ancianas afilan machetes al borde del agua, niños juegan tendidos en una terraza flotante, y hombres y mujeres regresan de faenas nocturnas, intercambiando saludos cálidos desde sus canoas.
“Es increíble cómo el silencio y el agua te envuelven. Este amanecer fue algo que guardo en la memoria para siempre”, comenta Ana, una turista de Bogotá, mientras la bruma matinal se disipa, revelando el esplendor acuático de este lugar.
En Nueva Venecia, el recorrido continúa entre laberintos de casas sobre el agua, con paradas en la escuela flotante, la iglesia que parece flotar en equilibrio sagrado, y la cancha de fútbol obsequiada por Falcao, donde las porterías emergen de la ciénaga como testigos de sueños. Un abrazo entre comunidad, ingenio y paisaje. El desayuno se sirve en una casa local, con pescado fresco, jugo de corozo y arepas hechas al momento, mientras el sol ya calienta la mañana y la vida en este pueblo acuático resuena con más fuerza.
La jornada sigue con una visita al vivero de manglares impulsada por parte del tour: plantar un retoño sobre un banco de tierra es hacer más que un acto simbólico; es dejar una huella real que ayudará a preservar este ecosistema vital. Más tarde, la música y el baile se abren paso en medio de este anfiteatro natural: ritmos de tambora retumban como un latir ancestral, mientras los manglares susurran a lo lejos.
Finalmente, la tarde concluye con el retorno en lancha: el agua vuelve a ser espejo y transporta los últimos momentos del día —risas, miradas, cielo y reflejos—. El viaje no termina solo con la llegada, sino con aquello que se lleva dentro: una sensación de inmensa calma, una historia compartida y un pedacito de Macondo real.
Un amanecer en Nueva Venecia no se cuenta, se vive. Es una grácil coreografía entre agua, cultura y esperanza, donde cada instante es poesía pura, escrita con barcas, pilotes y amaneceres dorados.