"El papa Francisco es el papa, pero es el momento de que yo diga que rechazo su programa que está socavando el depósito de la Fe" escribió en su cuenta de X Joseph E. Strickland, quien hasta hace unos días fue obispo de la diócesis de Tyler, (EE. UU).
Esta declaración, sin duda, es una muestra del rompimiento de la comunión eclesial con el obispo de Roma, por eso no me sorprendió que el papa Francisco lo relevara de sus funciones pastorales. Este mensaje en redes fue la última expresión de una serie de ataques a las acciones del papa, recordemos que en una ocasión retuiteó un video en el que se trataba al sumo pontífice de payaso e insistía en que de Roma salía blasfemia.
Esta situación me hace pensar en el sentido de la Iglesia que es ser una comunidad contraste con la sociedad. Ella debe dar ejemplo de los valores del Reino como signo profético ante las distintas maneras de relacionarse de los miembros de la sociedad. Uno de estos valores es la comunión, entendida como unidad en lo fundamental y diversidad en lo funcional.
No es uniformidad, pero sí unidad. Por eso, considero que este tipo de acciones muestran que la polarización, tan de moda en algunos espacios vitales, también se hace presente en la Iglesia. Donde se da una tensión que ya amenaza con un cisma, entre los que consideran necesario dejarse renovar por la acción del espíritu, para responder a los desafíos de la realidad actual haciendo las reformas correspondientes y los que creen que el modelo medieval es el modelo perfecto e inmodificable y que prefieren afianzarse en las formas que en el pasado dieron algún éxito.
Entiendo que el credo es inmodificable, pero que las formas disciplinarias están al servicio de la renovación del Espíritu, por eso, como dijo el teólogo Ratzinger: “Lo único que no cambia es el espíritu santo que pide novedad, cambio, pluralidad que debe convertirse en armonía”. Para mí, como católico practicante, el criterio de discernimiento es el ministerio petrino de Francisco.