De los lugares que más me gustan visitar son las librerías.Me siento a gusto conociendo libros que no he leído, reconociendo otros que ya tengo subrayados y contemplando algunos que seguro no voy a leer. Me gusta el olor de las librerías y el ambiente silencioso en el que los autores susurran invitaciones para que uno entre en los universos que han creado. Desde “La vuelta al mundo en ochenta días”, que mi abuela me propuso leer, hasta hoy, no me he acostado sin ojear una página que me genere preguntas, me afinque en las ideas que tengo o simplemente me desconcierte.
Este viernes, que es el Día de las Librerías, pienso en todas las que he visitado y que me han impactado, ya sea por su ambiente añejo como la Librería Bardón en Madrid, o por su majestuosidad, como la del Ateneo Grand Splendid de Buenos Aires. Y claro, en el centro de Bogotá la Librería Merlín, la Siglo del Hombre, la Torre de Babel, la Lerner, y en Barranquilla La Nacional. Esos son espacios antropológicos en los que habituales clientes tenemos un nombre, una historia y unas necesidades que el librero siempre quiere satisfacer con alguna novedad que ha llegado a sus manos.
Son lugares en los que no cabe el fanatismo, porque quien lee sabe que su verdad no es la única y está dispuesto siempre a respetar al otro. Por eso, creo que no van a ser remplazadas nunca, incluso por experiencias como “busca libre”, que llevan los libros a domicilios, y afirmadas en la comodidad, buscan colarse nuestros hábitos.
Si los colombianos fuéramos más a las librerías, seguro habría menos violencia, porque aprenderíamos que nadie es más que nadie y que nada de lo que tenemos o sabemos nos hace superiores a los otros. Quien se atrinchera tras de su lectura para despreciar a los demás, seguro no ha entendido lo que lee y ha dejado que el ego, ese relato que nos inventamos para soportar nuestros miedos y vacíos, lo gobierne. Entiendo que la tecnología amenaza las librerías, pero creo que siempre habrá dinosaurios como yo que quieran tocar, oler y sentir los libros.