Las imágenes de la guerra siempre me sobrecogen. Tengo la fortuna de no haberla padecido en primera persona, pero si he escuchado las voces de quienes la han padecido perdiendo partes de sus cuerpos, a seres amados o han tenido que soportar todo tipo de vejaciones. He llorado con ellos y me he animado con las palabras de esperanza que siempre brotan de sus labios.
Estoy seguro de que la única forma de acabar con la guerra es ser compasivo. Si desarrolláramos más esta habilidad humana seguro no pudiéramos ni dañar a otro ni justificar el daño que se le causa.
Entiendo la compasión desde su etimología como: “padecer con el otro”. Karen Armstrong, la entiende como “ponerse uno mismo en el lugar del otro, sentir su dolor como si fuera propio, y adoptar generosamente su punto de vista. Ésa es la razón de que la compasión esté apropiadamente resumida en la Regla de Oro, que nos pide que miremos en nuestro propio corazón, que descubramos lo que nos produce dolor, y luego nos neguemos, bajo cualquier circunstancia, a infligir ese dolor a los demás. La compasión, por tanto, se puede definir como una actitud de firme y permanente altruismo”.
Toda forma de violencia es una negación de la compasión. Los humanos son buenos no porque cumplan leyes religiosas, sino porque son compasivos. Por muy santo e inmaculado que alguien crea que es si no es compasivo y si cree que la vida se divide entre malos y buenos, entre santos y pecadores, entre los míos y los otros o cualquiera de esas maneras de expresar la división propia del ego, no ha entendido lo que la espiritualidad nos presenta como Dios.
Por eso, creo que es necesario: “volver al antiguo principio de que cualquier interpretación de las Escrituras que alimente la violencia, el odio o el desprecio es ilegítima; cultivar una empatía informada con el sufrimiento de todos los seres humanos, incluidos aquellos a quienes se les considera enemigos” (Doce pasos hacia una vida compasiva).