Entro a un restaurante y dos jóvenes de más o menos 30 años se acercan a la mesa en la que me siento y me saludan amablemente.
Se presentan, son hermanos y quieren agradecerme el trabajo espiritual que he hecho, pero dicen algo que me impresiona y me sumerge en una reflexión . Ellos dicen: “Es que crecimos viéndote temprano en la oración de la mañana, te veíamos mientras nos alistábamos para el colegio”. Pues nada, saco cuentas y sí tienen razón. Nos tomamos una foto y ellos se fueron a sus mesas. Me quedé pensando mucho en la situación, y esto me ocasiona tres reflexiones muy precisas:
1. La vida ha pasado y tengo que ser consciente de ello. Hay que vivir en el presente. Tenemos los años que tenemos. Aunque busquemos disimularlo de tal o cual manera ellos están ahí. Dejando sus marcas. Recordándonos que hemos recorrido mucho camino. Aquí esto se tiene que hacer presente en sabernos cuidar, para que los años que sigan se puedan vivir de la mejor manera posible.
2. Ser agradecido con lo que he vivido, esa es la única manera de estar en la mejor actitud para afrontar los achaques y las manifestaciones del paso de los años. No nos hacemos más jóvenes y eso se expresa física, mental y emocionalmente. Cuando nos concentramos en todo lo bueno que ha pasado y en las lecciones que la vida nos ha dado somos capaces de generar las habilidades para no amargarnos en las carencias que la vejez trae.
3. Entender que somos referentes para los menores. Lo cual nos exige ser coherentes, éticos y legales. A veces, criticamos a los jóvenes por la manera como viven, pero los adultos, los viejos, no asumimos que somos ejemplo para ellos. Sólo querrán llegar a viejos si ellos nos ven a nosotros felices, aún en medio de todas las situaciones desafiantes de la época que vivimos.
Y sí, nos volvemos viejos y tenemos que vivir felices.
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