En medio de las montañas del Catatumbo, donde grupos armados ilegales siembran minas y trampas explosivas para frenar el avance de la Fuerza Pública, un pequeño equipo se encarga de lo que muchos evitarían: caminar hacia el peligro para desactivarlo. El capitán Benítez, comandante del Grupo de Manejo de Artefactos Explosivos de la Segunda División del Ejército, lo resume sin rodeos: “Nosotros ubicamos, localizamos, neutralizamos o desactivamos artefactos explosivos que representen una amenaza para las operaciones o para la población civil”.
La rutina de estos hombres inicia cada día con una certeza: cualquier operación puede convertirse en una carrera contra el tiempo. Aun así, el capitán Benítez explica de dónde nace esa fuerza. “Se siente, primero, un orgullo. Es un honor poder prestar un servicio a la población civil, para que no estén presentando ninguna dificultad en su cotidianidad”, dijo el capitán, quien agregó que el miedo existe, pero se enfrenta con preparación y camaradería.
Una de sus operaciones más complejas ocurrió recientemente, al inicio del año, en el corazón del Catatumbo. Allí, dice el oficial, lograron desactivar “dos mil cuatrocientos sesenta y cinco artefactos explosivos, entre los cuales estaban minas antipersonales, municiones de fabricación improvisada y artefactos explosivos improvisados”, cifra que ilustra la magnitud del peligro que enfrentan y también el impacto directo de su labor en la seguridad de miles de campesinos.
El equipo está compuesto por diez integrantes: suboficiales, soldados profesionales, guías caninos y técnicos especializados. Pero para el capitán, más allá de los rangos, son hermanos de causa. “Más que todo, somos unos compañeros y amigos”. La estructura del grupo es precisa: un supervisor táctico —el sargento viceprimero Martínez—; el técnico principal —el sargento segundo Cadena, quien se pone el traje y se acerca al explosivo—; además de guías, enfermeros y operadores de equipos como robots e inhibidores.
La amenaza no surge en abstracto. A diario chocan con estructuras del ELN y del frente 33 de las disidencias de las Farc. Aun así, el capitán envía un mensaje a la ciudadanía: “La población civil cuenta con un grupo entrenado, capacitado y con la pericia para desactivar cualquier artefacto explosivo que esté representando una amenaza en su región”.
Entre sus compañeros también hay un integrante de cuatro patas: Jackson, un pastor belga malinois con cinco años de servicio. “Él está entrenado para detectar sustancias explosivas en cualquier área, en cualquier momento”, explica el capitán. Es uno de los primeros en llegar al terreno y, muchas veces, el que permite identificar la amenaza antes de que alguien dé un paso en falso.
El procedimiento para neutralizar un artefacto nunca es igual. “No siempre es el mismo, todas las veces es totalmente diferente”, dice el oficial. Robots de reconocimiento, inhibidores que bloquean señales, un cañón para intervenir cargas y un dron para explorar el terreno son algunas de las herramientas que los acompañan. Pero nada reemplaza el valor del técnico que, protegido por un traje blindado con sistema de refrigeración, avanza hacia el dispositivo que alguien más sembró para matar.
Cuando se le pregunta qué tan valiente hay que ser para asumir esa tarea, el capitán Benítez responde con serenidad: “Tiene que ser muy valiente, pero aparte tiene que tener clara cuál es su misión, su intención y por qué estamos aquí: la población civil”.
Este año, su grupo será protagonista en la Décimo Tercera Noche de Honor, un reconocimiento a quienes enfrentan riesgos extremos y cuya ceremonia tendrá lugar en el Parque del Café, ubicado en Armenia, Quindío. Para el capitán Benítez, ese homenaje tiene un significado profundo: “Es un orgullo pertenecer a las Fuerzas Militares y al glorioso Grupo de Manejo de Artefactos Explosivos. Siempre vamos a estar listos, capacitándonos y desarrollando la pericia necesaria para nuestras operaciones”.
Mientras en muchas zonas del país la guerra se siente distante, en el Catatumbo estos hombres avanzan en silencio, paso a paso, abriendo caminos para que otros puedan transitar sin miedo. Su misión es peligrosa, técnica y casi siempre invisible. Pero ahí, en la línea del frente, su trabajo salva vidas todos los días.