Recuerdo la primera vez que conocí a un migrante en situación de vulnerabilidad. Era un joven que había dejado todo en su país buscando un futuro mejor. Me habló con la mirada cansada y el corazón esperanzado, con esa mezcla de miedo y determinación que solo quien ha caminado lejos de casa entiende. Lo que más me impactó no fue su historia de dificultades, sino el rechazo con el que muchos lo trataban, como si su sola presencia fuera una amenaza.
Con el tiempo, entendí que el problema no es la migración en sí, sino la pobreza que la acompaña. Nos han hecho creer que el miedo a los migrantes es cultural, económico o de seguridad, pero en el fondo es aporofobia: el rechazo al pobre, al que llega sin nada, al que no tiene poder ni influencias. Porque cuando el que migra es alguien con dinero y prestigio, lo recibimos con admiración; pero cuando es alguien que huye del hambre y la violencia, lo señalamos como problema.
Es doloroso ver cómo nos deshumanizamos cuando ponemos barreras a quienes solo buscan una oportunidad. Nos olvidamos de que nadie deja su tierra, su historia y sus raíces por gusto, sino porque el hambre y la desesperanza no dejan opción. Nos cuesta ponernos en sus zapatos, nos cuesta mirar con empatía y recordar que la vida da vueltas y que cualquiera de nosotros podría estar en esa situación.
Quizás la pregunta no es qué hacemos con los migrantes, sino qué hacemos con nuestro miedo, con nuestro prejuicio, con nuestra incapacidad de ver al otro como hermano. Tal vez el reto es dejar de ver cifras y ver rostros, dejar de escuchar rumores y escuchar historias. Porque el que migra no busca caridad, sino dignidad. Y en nuestra forma de recibirlo, mostramos la clase de sociedad que queremos ser.