Una de las paradojas de nuestro tiempo es que nunca en la historia habíamos tenido tanta información a nuestro alcance, pero nunca había sido tan difícil distinguir lo verdadero de lo falso. Por eso algunos hoy hablan de la llamada época de la post verdad.
Entiendo la post verdad como ese concepto que describe una situación social y cultural en la que los hechos objetivos tienen menos influencia para formar la opinión pública que las emociones, las creencias personales o las narrativas que resultan más convenientes. Las emociones y las opiniones parecen pesar más que los hechos, y la narrativa que más nos gusta, o la que más ruido genera, termina siendo aceptada como cierta.
En este escenario, la precisión se convierte en un valor indispensable. No se trata solo de un detalle técnico o de un capricho académico, sino de una actitud ética frente a la vida. Ser precisos significa esforzarnos por decir lo que realmente es, por nombrar con claridad, por no dejarnos arrastrar por la comodidad de lo ambiguo ni por la manipulación de lo conveniente. Significa, también, reconocer que la verdad no siempre es cómoda ni popular, pero sigue siendo necesaria.
La post verdad prospera en la prisa: titulares que simplifican, memes que caricaturizan, frases sacadas de contexto que viajan a la velocidad de un clic. Ante eso, la precisión exige pausa, contraste, verificación. Nos llama a detenernos y preguntar: ¿de dónde viene esta información? ¿qué pruebas la respaldan? ¿qué sesgos pueden estar detrás? No es una tarea fácil en un mundo diseñado para la inmediatez, pero sí es un acto de responsabilidad ciudadana.
La precisión no implica rigidez ni dogmatismo, implica humildad; reconocer que no sabemos todo, que podemos equivocarnos, pero que nuestra búsqueda debe estar siempre orientada por el deseo sincero de acercarnos a lo real. En este sentido, la precisión es también un ejercicio de amor: amor por la justicia, por la dignidad humana, por la posibilidad de construir juntos sociedades más confiables.
Si renunciamos a la precisión, terminamos viviendo en un mar de percepciones donde todo vale lo mismo: la evidencia científica y la teoría conspirativa, la investigación seria y el rumor de pasillo. Y cuando todo vale lo mismo, la manipulación gana terreno, y las decisiones colectivas se vuelven frágiles.