
Sin culpa no hay arrepentimiento: el riesgo de perder la conciencia moral
La culpa, bien entendida, nos hace responsables, nos despierta y nos invita a actuar con mayor madurez.

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Durante muchos años presidí el sacramento de la confesión. Fue una de las experiencias más gratificantes que viví como ministro religioso, no solo por el sentido profundo del rito sacramental, sino por lo que allí se vivía en la intimidad del encuentro humano: el arrepentimiento y la liberación de la culpa.
Dos emociones fuertes y transformadoras que, cuando se experimentan de forma auténtica, tienen un impacto profundo en la vida de las personas.
Estoy convencido que necesitamos volver a comprender el valor del arrepentimiento, no como un suceso de debilidad o vergüenza, sino como un camino de crecimiento personal.
Quien se arrepiente vive y reconoce con humildad los errores cometidos, asume las consecuencias del daño que se ha causado y que le ha causado a los demás. Por ello, decide cambiar de actitud para no caer en las mismas situaciones dañinas repetidamente. Como consecuencia de ello busca el perdón, no como un simple trámite, sino como un proceso de sanación interior, de reconciliación y de paz consigo mismo y con los demás.
Pero para que el arrepentimiento sea posible, se necesita desarrollar una conciencia moral y ética bien formada. Esto es, tener claridad sobre los valores que nos inspiran a vivir y desde los cuales se discierne qué está bien, qué no, y por qué.
Esto no es posible sin recuperar un sentido sano de la culpa, entendida no como un peso destructivo ni como una cadena que no nos permite actuar libremente, sino como esa alerta interior que nos avisa cuando hemos actuado en contra de nuestros principios o hemos herido a otros. La culpa, bien entendida, nos hace responsables, nos despierta y nos invita a actuar con mayor madurez.
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Lo triste es que hoy muchas personas han dejado de sentir culpa y por ende el arrepentimiento. Tal vez por miedo a perder su libertad, o por fobias hacia experiencias religiosas mal vividas, se han descartado estas emociones como si fueran inútiles o nocivas. Allí, en ese vacío emocional, crece el cinismo: esa actitud fría y desconsiderada con la que algunos dañan a otros sin el más mínimo remordimiento, sin asumir consecuencias, sin la posibilidad de una transformación real.
Tenía claro que el éxito de la experiencia sacramental de la confesión estaba en que la persona que allí abría su corazón se experimentara libre de culpa y con unas tareas existenciales muy concretas que le permitiera ser mejor persona en su cotidianidad.