Me gusta trabajar. Afortunadamente lo hago en lo que me apasiona y realiza el propósito más trascendental de mi vida. Durante muchos años creí que lo único importante era trabajar. Por eso, dedicaba casi todo el 100% de mi tiempo al trabajo.
Recuerdo que uno de mis formadores insistía que el ocio hacía daño y que descansar no era otra cosa que cambiar de actividad. Con el tiempo entendí que todo debe estar balanceado. Dedicarse únicamente al trabajo no garantiza ser realmente productivo.
Es necesario tener momentos para la familia, para la diversión, para los amigos y para uno mismo. Esos obsesivos de la producción y de usar cada minuto en función del proyecto lucrativo que tienen terminan enfermos, solos y frustrados. Porque al fin y al cabo el ser humano es multi dimensional y necesita desarrollarse de manera integral, para alcanzar su pleno potencial y bienestar. Tiene que haber tiempo para todo lo que es importante para nosotros como persona.
Eso me quedó aún más claro cuándo conocí una nota de prensa que comentaba estudios de las universidades de Columbia, Harvard y Arizona, en la que es claro que el ideal no es gastarse completa y obsesionadamente en un proyecto, sino ser capaz de dar lo mejor en él, pero sin perder de vista los otros aspectos de la vida.
Ellos proponen la regla del 85% en vez de la del 100%. Es decir, ser capaz de dar lo mejor en el trabajo, pero reservando esfuerzos para otras dimensiones. Bajo la premisa de Greg McKeown: “El esfuerzo es finito, cuanto más nos esforzamos más nos agotamos, y cuanto más nos agotamos más caen nuestros resultados”. Buscando entonces una cultura laboral de lo óptimo y no de los máximos. Nadie desgastado y quemado será realmente productivo.
Eso no implica abandonar el compromiso con la excelencia, sino entender que para lograrla se requiere saber distribuir el esfuerzo.