Durante años se ha dicho que aprender idiomas abre puertas laborales y facilita los viajes, pero la neurociencia empieza a perfilar un escenario más ambicioso: dominar varias lenguas podría convertirse en una herramienta relevante para preservar la salud cerebral con el paso del tiempo. No se trata solo de desenvolverse en el extranjero o acceder a más contenidos culturales, sino de una especie de entrenamiento cotidiano que deja huella en las redes cognitivas más sensibles al envejecimiento.
Esa idea ha cobrado impulso tras un análisis masivo realizado en Europa. Más de 86.000 personas de 27 países participaron en una investigación publicada en Nature Aging, cuyo objetivo era medir cómo el multilingüismo influye en lo que los científicos llaman “edad bioconductual”. Este concepto, relativamente reciente, compara la edad real de un individuo con la que muestra su organismo según múltiples marcadores: funcionamiento cerebral, historial metabólico, presencia de enfermedades como hipertensión o diabetes, entre otros.
Para ello, se utilizó un modelo de inteligencia artificial diseñado especialmente por un consorcio europeo de expertos en neurociencia. No se trató, por tanto, de una herramienta genérica, sino de un sistema calibrado para identificar si una persona está envejeciendo de forma más rápida o más lenta de lo esperable. Al cruzar ese indicador con los niveles de dominio lingüístico, apareció un patrón nítido: quienes manejaban más de un idioma exhibían una tendencia a un envejecimiento cerebral más lento.
Los investigadores hablan incluso de un fenómeno “dosis-dependiente”: cuantos más idiomas se conocen, mayor parece ser la protección. Y lo notable es que este efecto se mantuvo incluso cuando se eliminaron variables que suelen distorsionar los resultados en este tipo de trabajos, como la educación formal, la situación económica o las experiencias migratorias. El multilingüismo, por tanto, emergió como un factor protector comparable al impacto positivo del ejercicio físico o de una alimentación equilibrada, dos pilares históricamente asentados de la salud neurológica.
Jason Rothman, neurocientífico de la Universidad de Lancaster, resume el mecanismo de forma sencilla: un cerebro bilingüe, o multilingüe, está siempre “entrenando”. Alternar idiomas implica seleccionar uno y descartar otro, un proceso que moviliza redes neurales vinculadas a la atención, la memoria y el control ejecutivo. Precisamente esas capacidades suelen deteriorarse con la edad, y cada cambio de código lingüístico funciona como un pequeño levantamiento de pesas para las áreas cerebrales responsables de la flexibilidad cognitiva.
Sin embargo, no todo son consensos. Investigaciones previas han señalado que muchos de los beneficios atribuidos al bilingüismo desaparecen cuando se ajustan rigurosamente factores como la educación o el nivel socioeconómico. El metaanálisis de Lehtonen en 2018, basado en más de 150 estudios, es uno de los ejemplos más citados: concluyó que las ventajas cognitivas no son universales, y dependen en gran medida del tipo de tareas, del contexto cultural y del perfil de los hablantes.
El mensaje que impera hoy entre especialistas es de equilibrio: hablar varios idiomas puede contribuir a mantener un cerebro más ágil, pero no sustituye hábitos clave como una vida intelectualmente activa, una buena alimentación o el ejercicio regular. El multilingüismo no es una panacea, aunque sí parece ser un compañero valioso en el desafío de envejecer con un cerebro más resiliente.