Todavía recuerdo la emoción que sentí en la plaza de San Pedro cuando el cardenal protodiácono Jean-Louis Tauran nos anunciaba a Jorge Bergoglio como el nuevo papa Francisco. Emoción nacida en que era el primer papa latinoamericano pero sobre todo, un hombre profundamente humano, sencillo, coherente y valiente, que nos transmitía la cercanía para predicar y mostrarnos el evangelio una guía viva para actuar.
Nacido en Buenos Aires en 1936, hijo de inmigrantes italianos, fue obrero, químico y formador antes de asumir el sacerdocio como un estilo de vida al servicio de los demás. Su experiencia en las calles porteñas, su paso por los barrios populares, su contacto con el dolor de los pobres y las heridas del pueblo le dieron una sensibilidad distinta: la fe como compasión activa, la espiritualidad como compromiso con la dignidad humana.
Desde que fue elegido en 2013, insistió en una iglesia "hospital de campaña", más preocupada por sanar que por condenar, más dispuesta a escuchar que a imponer. Se convirtió en una voz ética global, incómoda para los poderosos y cercana a los descartados. Habló de economía con justicia, de ecología integral, de migración, de fraternidad, de sinodalidad. No desde teorías, sino desde el evangelio vivido con los pies en la tierra.
Francisco es el papa que no temió usar palabras como ternura, periferia, misericordia. El que pone el foco donde muchos lo habían quitado: en el otro, en el último, en el roto, en el diferente. El que nos recordó — a todos, creyentes o no — que la vida humana vale más que cualquier dogma o estructura.
No fue perfecto, ha sido criticado, resistido, incomprendido. Pero siguió adelante con la convicción de que una iglesia que no se ensucia con el barro de la realidad, no sirve. Y eso, en tiempos de tanta incoherencia, no solo se agradece: se necesita.
Francisco, más que un nombre papal, es hoy un símbolo de esperanza en un mundo que necesita volver a creer que la fe puede ser transformadora, humana y viva.